Pucará

Pareciera que esta en lo más profundo del norte, pero esta casa queda a menos de dos horas de Santiago. Después de enfrentar varias propuestas modernas, su dueño decidió hacerla en módulos unidos por pircas. La construcción imita a una fortaleza como las de los incas, que dejaron sus vestigios también en esta zona.

-“Hola ¿Cómo está? ¿Está ocupado?”

–“Sí, estoy ordeñando”– responde el dueño de esta casa cuando lo llamo para agendar esta entrevista. Pensaba que era un empresario financiero…
Está alejado de ese mundo en el que trabajó por más de 30 años. Ahora se dedica a la leche y al vino. Le gusta el campo; siempre fue su “lado B”, dice entre risas. Pero no sabe bien de dónde viene este amor por la tierra, de familia no es. Construyó esta casa en un campo que compró su mamá en Pucalán –en la Quinta región– en 1968.

Al subdividirse el campo, el dueño de casa se quedó con la parte central. Entre lomajes y un paisaje seco, plantó cuatro hectáreas de pinot noir en forma de herradura. Aunque la zona no es conocida como lechera por la escasez de agua, instaló un pivote con el que riega quince hectáreas donde 120 vacas pastan y luego producen leche. “Está en la mente de las personas que no se puede producir leche ahí, entonces nadie lo hace. Pero ha andado súper bien. ¡Funciona tiqui taca!”, cuenta.

Y al centro de la herradura, sobre un cerrito, puso su casa. Le pidió a dos arquitectos que le hicieran una propuesta; los dos llegaron con ideas mediterráneas, muy del estilo “Cachagua”, dice; no era lo que andaba buscando. Hasta que en septiembre del 2009 en una revista de decoración vio la casa de huéspedes de la viña Tabalí en el Valle del Limarí. Se entusiasmó. Algo así era lo que quería, una casa más nortina, con guiños indígenas, que hiciera honor a la cultura inca que tiene presencia todavía en Pucalán. Fue a ver el lugar y contactó a la arquitecta del proyecto Susana Aránguiz, la misma del hotel Awasi de San Pedro de Atacama. Ella lo ayudó a idear la suya.

El dueño le propuso un pueblo que fuese una calle, con diferentes casas, una para los espacios comunes, otra para un dormitorio, otra para otro. Susana le dijo que mejor lo hiciera cerrado, como un pucará, una típica fortaleza inca.
Así lo hizo.

El dueño fue el arquitecto, constructor y jefe de obra del proyecto. Se demoró un año en construirlo, todas las semanas iba donde el ingeniero calculista Eduardo Zegers para que le hiciera clases. Lo más difícil fueron la chimenea y la piscina, que tiene un muro que cuelga hacia el valle. Destinó una cabaña para el living, comedor, cocina, y escritorio o rincón de lectura. Otra para el dormitorio principal. Luego hizo dos más. Todas están unidas con caminos de piedra y pircas. La única entrada está por el quincho. Al abrir la puerta, en vez de entrar a un espacio cerrado se llega a un exterior. “Una sensación muy rara”, cuenta el dueño.

Escalera abajo está la piscina, y la vista a las lomas y cerros es más que privilegiada. Sólo hay calma y paz. Con muros de hormigón armado, pero forrados en barro, pareciera que la casa está bien al norte, tal vez en el altiplano. En total son seis módulos, juntos suman 250 metros cuadrados. Los cielos los hicieron de estera de caña y los techos de coironcillo. El piso es de cemento afinado con tierra color.

El jardín fue un cuento aparte. Aquí el dueño apenas se metió y dejó el trabajo en manos de la paisajista Maleca Schade. Para darle el aspecto que quería, eligió tres plantas: lavandas, santolinas y festuca. En cuanto a los árboles, puso espinos, quillayes e higueras. El paisajismo que logró Maleca también tiene un look nortino, el entorno perfecto para la construcción.

Después vino la decoración. La idea principal era que fuera simple. Sin mayores pretensiones, el dueño y su señora compraron antigüedades en San Pedro de Atacama y en la Bodega de Tagle, pusieron algunas esculturas de Raúl Valdivieso y artesanías como aguayos, típicos del altiplano boliviano. Todos los muebles, camas y clósets incluidos, los hicieron con maderas traídas del campo del sur. Las vigas son de raulíes que plantó 30 años atrás, también las camas y las puertas. Los muebles de la cocina son de castaño y hay algunos mesones de laurel.

Como la construcción empezó después del terremoto del 2010, la tarea no fue fácil.

Fue un proceso bien artesanal. Estando tan cerca de Santiago, el dueño y su familia aprovecha mucho el lugar. Van los fines de semana y reciben amigos. Está tan cerca de Maitencillo, Cachagua y Zapallar, que es como una casa en la playa que no está en la playa. Es uno de sus atributos, la soledad, la calma. Y eso es lo que más le gusta al dueño de cómo terminó este proyecto: “La sensación de paz, de armonía, es fantástica. Es bien especial. Se tiene que sentir más que verlo en fotos”.

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