En el borde oriente de Santiago, el terreno donde se emplaza esta casa ofrecía una oportunidad: una esquina que permitía abrir sus vistas hacia la cordillera y aprovecharlas al máximo. La respuesta del arquitecto Gonzalo Mardones y su equipo fue proyectar un volumen que abraza el paisaje, con una fachada hacia la calle de carácter murario, curvo y protector, que a la vez refleja la direccionalidad de la esquina y ordena las circulaciones exteriores.
En su interior, la organización de los espacios sigue un recorrido que va desde lo más público a lo más íntimo. Los recintos de servicio se ubican hacia la calle, sobrios y geométricos, mientras que los espacios habitables —estar y dormitorios— se proyectan hacia el jardín, con grandes ventanales que enmarcan los cerros y montañas del oriente.
Uno de los gestos más significativos del proyecto está en el manejo de la luz natural. En el hall de acceso, cinco lucarnas permiten que la claridad cenital acompañe el recorrido interior, evocando simbólicamente a los cinco integrantes de la familia. La luz penetra también a través de perforaciones controladas en losas y muros, introduciéndose en diagonal, vertical u horizontal según el momento del día.
La geometría de la casa potencia esta luminosidad: dos alas acristaladas en el primer piso y una fachada lineal en el segundo nivel permiten la entrada de luz matutina y una iluminación indirecta por la tarde, generando atmósferas de serenidad. Incluso el subterráneo fue concebido como parte integral del proyecto, con patios abiertos al cielo que conectan la sexta fachada con el interior, aportando fluidez espacial y ventilación natural.


La obra se resuelve íntegramente en hormigón armado con tableado horizontal, material que define su imagen arquitectónica. La elección no es solo estructural: la textura del encofrado otorga profundidad y permite que las fachadas cambien con la incidencia de la luz, generando un juego de sombras en constante transformación.
Este gesto unitario y austero otorga coherencia al conjunto, al mismo tiempo que resalta el diálogo entre las líneas geométricas rectas y el muro curvo de acceso. La volumetría se transforma así en un filtro entre el exterior urbano y la vida privada que se desarrolla dentro, donde el jardín – proyectado por la paisajista Tere Leighton – y la cordillera se convierten en protagonistas.


La metáfora del abrazo atraviesa el proyecto: la geometría acoge el jardín interior, los recorridos abrazan la luz en su tránsito, y la materialidad unifica el conjunto en una imagen de serenidad y solidez. Una propuesta en la que el paisaje, la luz y la geometría se conjugan para dar forma a un habitar contemporáneo en Santiago.







