Entre hileras de viñas y el horizonte amplio del campo mexicano, la Casa San Francisco emerge como un monolito sobrio plantado a las afueras de San Miguel de Allende, un pueblo colonial en el estado de Guanajuato. Concebida como una casa de descanso en un viñedo, la arquitectura se propuso desde el inicio explorar la profunda conexión entre la producción de vino y la noción del tiempo.
Esta reflexión no es casual: la fundación de San Miguel en el siglo XVI coincidió con la introducción del cultivo de la vid por los frailes franciscanos, cuyo estilo constructivo monástico influyó en el diseño. Así, al igual que el terroir define el carácter de un vino, la arquitectura importada de Europa fue “plantada” en su nuevo contexto, produciendo un resultado distinto y único.
De esa coincidencia, vino y arquitectura religiosa, surge la idea de una casa que reflexiona sobre el tiempo, la permanencia y la transformación. La respuesta del estudio Jorge Garibay Arquitectos fue una obra que combina la austeridad de los antiguos conventos con la calidez del paisaje vinícola, donde cada muro, textura y sombra parecen recordar la paciencia con la que madura la uva. Aquí, la arquitectura se integra al lugar, posándose sobre la tierra, adoptando sus tonos y dejándose marcar por el sol.
Arquitectónicamente, el proyecto se resuelve al dividir la vivienda en cinco volúmenes, que se abren estratégicamente hacia las distintas áreas ajardinadas y ofrecen vistas despejadas del viñedo y el entorno natural. Así, la distribución del conjunto se articula mediante un corredor transversal que atraviesa estos volúmenes.
Desde el acceso, una entrada de doble altura actúa como umbral entre el exterior y el interior, un gesto que recuerda los claustros monásticos. Hacia el poniente se agrupan los espacios comunes —sala, comedor, cocina y terrazas—, mientras que en el ala opuesta se disponen las habitaciones privadas, todas orientadas hacia el viñedo.


La materialidad se concibe como una meditación sobre la duración. Los muros de piedra local, el mármol mexicano sin pulir y los revestimientos de cal artesanal conforman un conjunto monocromático que dialoga con el paisaje. En palabras de su autor, la intención fue “usar la mínima cantidad de materiales para obtener el máximo resultado”. El tiempo, la luz y la intemperie completan la obra, como si la naturaleza fuera también un material constructivo.


En el interior, la arquitectura se disuelve en atmósferas cálidas y silenciosas. La madera de roble otorga una textura noble y doméstica, mientras que la luz, natural o cuidadosamente templada, define la experiencia del espacio. Las aberturas altas y precisas introducen destellos de claridad que se deslizan sobre las paredes, evocando la iluminación conventual del siglo XVI. Cada ambiente busca propiciar la contemplación: la cocina como taller de calma, el dormitorio como retiro, el baño como gruta mineral.


El exterior y el interior se funden en gestos sencillos: un muro que enmarca el cielo, un patio con una piedra solitaria, un espejo de agua que refleja el verde del viñedo. Nada parece forzado; todo sucede con la serenidad del entorno. Así, Casa San Francisco celebra la belleza de lo imperfecto y el poder del tiempo para revelar la verdad de los materiales.


Inspirada en la frase de Luis Barragán, “el tiempo también pinta”, la obra encarna la idea de que la arquitectura puede envejecer con gracia, arraigarse en su paisaje y volverse parte de él.









