Donde antes hubo una rotonda —una isla rodeada de bocinazos, un trozo vegetal en medio del vértigo urbano— hoy se levanta una explanada en transformación. Las máquinas todavía marcan el ritmo, los pasos se desvían entre cercos provisorios y polvo de obra. El paisaje aún no está completo, pero en ese estado intermedio ya se reconoce algo de su vocación: Plaza Italia siempre ha sido un lugar en movimiento, una bisagra entre barrios, una frontera simbólica entre el centro y el oriente de Santiago.
El nuevo diseño, parte del proyecto Nueva Alameda-Providencia, todavía está en desarrollo. Una porción de la superficie peatonal ya se extiende a través de un pavimento hormigonado; los accesos definitivos al Metro siguen en construcción y los bancos y luminarias se instalan por fases. Árboles jóvenes, con sombras finas y aún incipientes, se asoman entre los maceteros. A un costado, un vendedor de mote con huesillo observa el ir y venir de obreros y transeúntes, afirmando que “antes era más pintoresco, ahora es puro cemento.”
Esta frase se repite en redes y conversaciones de calle como eco de una nostalgia compartida. Pero ese “cemento”, más que una pérdida, es una capa nueva en la historia de este espacio: el suelo donde la ciudad vuelve a escribirse. En verdad, Plaza Italia nunca ha dejado de transformarse. Nació en 1875, cuando Benjamín Vicuña Mackenna impulsó la modernización del eje Alameda, creando un enlace con la entonces nueva Avenida Providencia. Era el límite urbano: más allá comenzaban chacras y huertos, y la ciudad se insinuaba hacia el oriente. En 1928, la instalación del monumento al general Baquedano consolidó su carácter cívico y republicano. Con el tiempo, el espacio se convirtió en termómetro social: aquí se celebraron triunfos deportivos, desfiles patrios, marchas estudiantiles y, en 2019, las concentraciones del estallido que la rebautizaron como Plaza de la Dignidad.
Cada época dejó su marca sobre este suelo, que es también cubierta de una infraestructura. Bajo sus losas palpitan túneles, escaleras y pasillos que conforman el sistema de urbanidad subterránea del Metro de Santiago, una de las obras más ambiciosas del siglo XX. Concebido en los años sesenta, bajo la mirada del arquitecto y urbanista Juan Parrochia, el Metro fue más que un proyecto de transporte: fue una idea de ciudad, una red invisible destinada a articular los ritmos de la vida moderna. La dureza de dicho pavimento no responde, entonces, a una estética fría, sino a una condición estructural: bajo la plaza se extiende el corazón técnico de la capital, un entramado de túneles, ventilaciones y flujos que sostiene la vida cotidiana. La llamada “plaza dura” es, en realidad, la expresión visible de esa ingeniería subterránea que Parrochia y su generación imaginaron como soporte de una ciudad más integrada y, paradójicamente, más humana.
Lo interesante es que, sobre dicho sistema de urbanidad subterránea, casi todas las grandes plazas del mundo cumplen el mismo rol de condensar la vida colectiva. En Puerta del Sol, en Madrid, miles de transeúntes se reúnen cada 31 de diciembre para celebrar el año nuevo o manifestarse por causas sociales; en Terreiro do Paço, en Lisboa, la explanada abierta sobre el Tajo actúa como lugar de encuentro ciudadano y escenario de la historia portuguesa; y en Potsdamer Platz, en Berlín, una explanada moderna creció sobre el vacío que dejó el Muro, convirtiéndose en símbolo de reconciliación. En todas ellas, el pavimento no separa: convoca. Plaza Italia pertenece a esa misma tradición. Su suelo hormigonado no pretende ser un parque, sino un escenario: un espacio capaz de acoger marchas, conciertos, celebraciones o simples trayectos cotidianos.
Mirarla hoy, a medio camino entre la obra y la promesa, es entenderla como parte de un palimpsesto urbano, un texto colectivo que se reescribe sin borrar lo anterior. Su pavimento es la huella de una infraestructura subterránea, de la antigua rotonda, del monumento a Baquedano, de los pasos y de las consignas de estallido. Cada época ha dejado su trazado, y el cemento no los borra, sino que los reinterpreta. Cuando el proyecto se cierre y la vida vuelva a ocupar la explanada, Plaza Italia volverá a ser lo que siempre fue: el punto donde la ciudad se encuentra consigo misma. Su pavimento será solo una de las capas, firme y silenciosa, que sostiene las demás. Porque bajo ese suelo —y a través de él— Santiago sigue respirando.




