Hablar con Juan Grimm es entrar en un mundo donde el jardín deja de ser un conjunto de plantas y se convierte en una lectura profunda del paisaje. Lleva más de 30 años diseñando y, aun así, habla del proceso como si estuviera siempre comenzando. Para él, el paisajismo es una práctica que no se congela: se expande, envejece, muta y sorprende incluso a su propio autor.
Su formación estuvo marcada por la influencia de Óscar Prager, quien prefería recorrer la naturaleza e inspirarse en ella antes que mirar referencias europeas. Grimm recuerda que su maestro “se iba a la cordillera a estudiar cómo creían las plantas” y que, a partir de esas observaciones, diseñaba jardines únicos, profundamente ligados al entorno. “Implementaba lo que veía. No seguía la moda inglesa o alemana”, dice, y reconoce con humor que en sus primeros años “fui muy copión de él”. Ese origen sigue latente: mirar, comprender, respetar y recién ahí intervenir.
Con los años, no solo su práctica ha ido mutando, sino también las tendencias que rodean al oficio. El auge actual del uso de especies nativas le parece positivo, pero también matizado. La discusión, dice, suele simplificarse. Él mismo ha usado nativas durante décadas, y las defiende con intensidad. Del espino, por ejemplo, declara: “la gente lo mira muy en menos. Yo lo encuentro maravilloso cuando florece. Lo encuentro súper lindo. Hay especies que a veces toca salir a defender cuando lo quieres poner en algún proyecto”. Pero también insiste en que no es purista: “La clave es que esa planta se dé bien en ese lugar”.
Esa claridad lo ha obligado a hacer cambios importantes a lo largo del tiempo. Cita el caso del Acer japonico: “Lo encontraba precioso, pero el Acer ya no soporta este clima. Se quema, se pone arrugado… y hay que reemplazarlo”. Lo mismo ocurre con otras especies que funcionaron durante años y que hoy, frente al alza de temperaturas y la disminución del agua, deben ceder su lugar.
Al mismo tiempo, ha descubierto herramientas inesperadas, como la Euclea, una especie costera que conoció hace tres décadas. “Me lo regaló el dueño del jardín Suizo. Son unos arbolitos que crecen como los boldos en la costa. Funcionan muy bien ahí, aguantan el viento, la salinidad y la sequía”, afirma. Esa observación paciente – treinta años mirando cómo se comporta una planta – es, para él, la base del oficio.
La arquitectura del jardín: cuando el paisaje se vuelve gesto
Con los años, su trabajo ha ido más allá del paisajismo. Su mirada se ha ampliado hacia la arquitectura del jardín, donde las lagunas, los movimientos de tierra, las piedras y los vacíos son tan importantes como las especies. “Ahí estoy haciendo un gesto, un gesto tectónico”, explica. “Como que la tierra ahí se crea de nuevo”.
Ese enfoque le ha permitido diseñar jardines donde la sensación de continuidad es esencial. Quien quedó fascinado con esto fue Monty Don, uno de los jardineros y divulgadores más influyentes del mundo. Tras visitar el jardín de Juan en Los Vilos, el que incluyó en uno de sus libros, le dijo algo que lo marcó profundamente. “Me dijo ‘es el único jardín del mundo en el que yo me he parado y siento que es absolutamente infinito. No tiene ningún límite por ningún lado’”. Para Monty Don, Grimm es uno de sus paisajistas favoritos. Y para Grimm, ese es el mejor halago: que el jardín no parezca un objeto cerrado, sino una extensión del paisaje.
Esa idea lo acompaña desde niño, cuando soñaba que el muro de su casa se caía y dejaba ver el mar hasta el horizonte. Dibujó esa escena como una pesadilla luminosa: la felicidad del paisaje abierto, seguida de la tristeza del muro reconstruido. Ese dibujo terminó siendo una declaración de principios.
Generaciones futuras y un oficio que se transforma
Aunque reconoce que hoy existe más diversidad en las propuestas y más paisajistas buscando un lenguaje propio, le preocupa la falta de formación profunda. “No hay escuela buena de paisajismo. No hay”, dice con honestidad. Critica también el exceso de «copy paste», la imitación rápida de referentes internacionales sin una lectura real del territorio. Para él, lo indispensable no es seguir tendencias, sino mirar el país, entender sus pisos vegetacionales, sus climas, sus límites y posibilidades.
Aun así, ve con esperanza a varias figuras jóvenes y a ex alumnos que – cada uno a su manera – están desarrollando miradas propias. Le importa que el paisajismo chileno siga creciendo, que se vuelva más reflexivo, más consciente y más conectado con su geografía.
Mientras él continúa trabajando, recorriendo terrenos, descubriendo raíces expuestas que decide dejar como gesto japonés y plantando lagunas que tardarán años en consolidarse, mantiene una certeza: el jardín es un legado vivo. “Lo lindo de todo esto”, dice, “es que mis obras van a seguir cambiando después de que tú te mueras”. Y en esa continuidad – infinita, abierta, sin límites – parece estar la esencia de su obra y de toda su vida dedicada al paisaje.
El tiempo como maestro
Si tuviera que resumir lo aprendido en estos 30 años, 700 jardines después, no duda: “He aprendido a tener paciencia”. En sus inicios, confiesa, plantaba apretado para que el jardín se luciera rápido, pero con el tiempo entendió que la naturaleza exige otro ritmo. Hoy diseña pensando en décadas, no en semanas. Una anécdota resume ese aprendizaje: un viejo viverista, al conocerlo, le dijo: “Tú vas a ser paisajista cuando hayas visto crecer un alcornoque”. Décadas más tarde, frente a uno de esos árboles adultos, sintió que la frase por fin tenía sentido. “Después de esto, puedo decir que soy paisajista”, concluye.








