El Palacio Lehuedé ha sido desde siempre un icono del barrio Bellavista. Justo frente a la plaza Camilo Mori, del teatro que lleva el mismo apellido, de restoranes tan onderos como La Percanta o la Brasserie Petanque, este gran edificio rojo ha sido testigo de lo más entretenido de la bohemia santiaguina por casi 100 años. Proyectado en 1923 por el arquitecto Federico Bieregel, fue concebido como la casa de la familia Lehuedé, que lo disfrutó por casi dos décadas. Tras más de dos años de un intenso trabajo de restauración y remodelación, el 2014 el palacio se transformó en el Hotel Castillo Rojo, una apuesta muy distinta, que impresiona por una decoración con mucho cuento y harta historia, literalmente.
Los encargados de darle vida a este lugar fueron los decoradores –aunque en realidad prefieren el término “diseñadores de interiores”– Hugo Grisanti y Kana Cussen. Él es arquitecto de profesión y ella diseñadora, y casi desde que se conocieron –cuando él fue su profesor en la universidad– han trabajado juntos. “La Kana era una alumna destacadísima y tenía un talento enorme; me llamó la atención su forma de crear y su proceso, me parecía que tenía una forma de pensar el diseño que tenía mucho que ver con lo que a mí me identificaba también”, cuenta Hugo. Esta forma de enfrentar los proyectos, siempre con un concepto fuerte detrás, es la que mantienen hasta hoy, y que los hizo ganadores de la licitación para decorar el hotel.
La propuesta de esta dupla consistía en llevar la casa a sus raíces: recuperar los planos, restaurar y poder contar la historia del Palacio Lehuedé a través de la decoración. “El interiorismo daba pie para contar una historia que todos querían saber y que los dueños querían contar. Uno como visitante siempre la miraba y decía: ‘¿qué fue esto?, ¿por qué está aquí?’, y los dueños entendieron ese potencial y juntos decidimos reflejarlo en el interior. Es poca la gente que quiere restaurar, y para nosotros fue muy afortunado haber sido parte de este proyecto”, cuenta Kana.
Para hacerlo trabajaron junto a un historiador que logró levantar la historia, saber más sobre la familia y descubrir cómo se había usado la casa. Incluso aparecieron fotos de un matrimonio que se había celebrado en el lugar, en la época de gloria de este palacete. Con la foto en mano, pudieron ver cómo era la decoración en esos años; sacando capas y capas de revestimientos de los muros, lograron dar con pequeñas muestras de los papeles murales originales y descubrir la paleta de color; revisando los planos entendieron el funcionamiento de cada espacio, y poco a poco se fue armando el puzzle.
Además de haber servido como residencia para la familia Lehuedé, a fines de 1940 el castillo fue comprado por Boris Krivoss, un inmigrante ruso que lo transformó en una residencia para artistas y un centro para el intercambio creativo. Músicos, arquitectos, artistas y escritores compartieron el espacio, contribuyendo a la atmósfera bohemia del barrio. Y eran estas dos historias las que Hugo y Kana querían contar; aunque en su génesis la casa había sido concebida como un lugar familiar, también tenía todo este otro cuento muy importante.
En los tres primeros pisos, que eran de los que se tenía información a través de los planos, cada pieza hace referencia a la función que originalmente ocupaba en la casa. Está la pieza del papá, de la mamá, de los niños, las que ocupan el lugar de la cocina, del garage… Todas tienen pequeños elementos que logran hacer un guiño a su función anterior. Como no había información del cuarto piso, decidieron usarlo para representar todos los talleres que los artistas ocuparon en la década del 40: está la pieza del arquitecto, con uno de sus muros empapelado con planos antiguos; la del artista, con un atril y varios detalles más; la del músico, con partituras como protagonistas. Y el ático decidieron dedicarlo a los deportes, porque es el típico lugar de la casa donde uno podría encontrar los esquíes antiguos, una raqueta…
Una de las cosas entretenidas de este proyecto fue que la búsqueda de los elementos para armarlo no se hizo sólo en Chile. Hugo y Kana viajaron a Buenos Aires, desde donde se trajeron un camión con antigüedades que encontraron en San Telmo y otros lugares, sobre todo para los salones, que tienen elementos muy protagónicos. “La época que buscábamos representar no tiene tanto registro en Chile, esos objetos tan específicos cuesta mucho encontrarlos acá”, cuenta Hugo. Para la iluminación trajeron desde Estados Unidos un container con lámparas nuevas, pero con diseños clásicos, que representan perfecto la época. Y otro tema muy importante fueron los revestimientos para las paredes: encontraron una fábrica en Buenos Aires donde pudieron comprar papeles originales antiguos, con el mismo estilo de los que había en la casa.
Con todos estos detalles lograron crear una atmósfera que realmente transporta a otra época. Son los materiales, las fotos en las paredes, la paleta de colores… Estar en el Hotel Castillo Rojo es el mejor testimonio de la minuciosidad con que esta dupla enfrenta cada proyecto. “Con Hugo somos bien obsesos (si no encontramos algo, lo buscamos hasta morir) y nos involucramos en todo, desde los guardapolvos hasta el lugar donde iban a ir los extintores, porque esa es nuestra metodología de trabajo”, dice Kana.