Búsqueda. Esta es la palabra que probablemente más se repitió a lo largo de la conversación con Susana Claro González. Una acción y una actitud que la han llevado mucho más allá de lo que ella soñó. Y no sólo estamos hablando de esos lugares recónditos y perdidos en el mapa que permanentemente la llaman y conmueven, sino que de vivencias muy particulares para una mujer que a los 15 años se veía como una niña más bien fome, sin muchos talentos ni pasiones.
Pero la sangre pesa, y en la de ella había una potente carga de inquietud intelectual, arrojo y libertad. En 1949, año en que nació, su abuelo –el entonces Presidente Gabriel González Videla– promulgaba la ley que le otorgaba a la mujer chilena plenos derechos políticos. A su lado brillaba Rosa (Miti) Markmann, una mujer que jugó un rol clave en esta igualdad cívica y que también contribuyó a forjar el carácter de su nieta, su admiración por el norte de nuestro país y el entusiasmo por el asombro y la aventura.
Susana tuvo que madurar rápido. A los pocos años de egresada del Villa María y mientras estudiaba Administración en el Instituto Profesional IPEVE, murió su madre, Rosa González Markmann. Desde entonces, tuvo que ponerle el hombro a su padre, el empresario, aviador y navegante José Claro Vial, y hacerse cargo de su casa, sus hermanos y su carrera. No se detuvo: se tituló y comenzó a trabajar en publicidad, luego fue directora de la Corporación Cultural de Las Condes, relacionadora pública de la Facultad de Arte de la Universidad de Chile, directora del Museo Ralli y secretaria ejecutiva del Centro Científico de Santiago. En el intertanto, ayudó a sus hermanos a crecer, se casó con Manuel José Ruiz (se separó años después) y tuvo dos hijos hombres: Manuel José y Sebastián, hoy ambos arquitectos. “Fueron años intensos, de mucho trabajo pero muy entretenidos. Conocí gente fascinante, me contagié de la energía de artistas y científicos, aprendí muchísimo, vi crecer a mis hijos y nacer a mis nietos. Pero se me hizo necesario salir, desvincularme de lo cotidiano para darme cuenta que estaba tremendamente cansada. Tenía que hacer algo”, cuenta Susana.
La primera aventura
La fórmula para reintentarse vino de la mano del destino. Susana recuerda: “Caminando un día por la calle me encontré con mi amigo Gregorio Schepeler, quien me invitó a la India. El partía primero a un retiro budista a los pies de los Himalaya y luego se reuniría con un grupo de viajeros chilenos para hacer un recorrido siguiendo la ruta de Buda. Me entusiasmé y me subí al avión junto con él porque no encontré pasajes para partir con los turistas. Fue así como me encontré retirada 15 días en un monasterio budista tibetano, ¡sin siquiera saber quién era Buda! No podía creer lo ignorante que era”.
Su estadía en el monasterio, recorrer India y vivir en un ashram despertaron algo en Susana que la remeció. Las enseñanzas, los ritos, las ceremonias, los colores, la manera de pararse frente al mundo. La arquitectura, las creencias, la forma y calidad de vida, la búsqueda y el sentido tan diferente que tienen de enfrentarla, hicieron que pasara por alto la condición que había impuesto para unirse en este viaje: dormir sola en una pieza y tener baño privado. Hoy, al recordarlo, se ahoga de la risa: “Terminé compartiendo la pieza con 20 personas; el baño, además de compartido, quedaba a tres cuadras”.
Este viaje marcó un antes y un después en su vida. Es más, ella reconoce que había perdido su interés por la dimensión espiritual y que en India ésta volvió a despertar. “Sentí que me estaba perdiendo algo y que quería encontrarlo”. De vuelta en Chile, con sólo 50 años y con el apoyo generoso de su padre, decidió jubilar, agarrar sus maletas y viajar, pero no en un afán de hacer turismo, sino que de ir en busca de lo desconocido. “Esta decisión fue tomada por una profunda necesidad de crecer y aprender. Aprender a compartir, a oír y a ver. Yo había estado muy limitada a mi trabajo, a mi familia y a los quehaceres clásicos de la vida. Después de India se me abrió el mundo, entendiendo que fui una mujer muy privilegiada en poder hacerlo”, admite con total autenticidad.
Más allá
Siempre encabezado por Gregorio Schepeler, el primer gran viaje de esta nueva etapa en la vida fue a Africa, específicamente en busca de la etnia de los dogones, ubicada en las profundidades de Mali, al borde de unos acantilados y a los que se accede luego de dos días de intensa caminata. Claudia Schneider, compañera de Susana en éste y otros viajes, la describe como una mujer solidaria, fuerte, valiente y con una enorme capacidad de adaptación. “Es, en buen chileno, muy, pero muy aperrada”.
Y sin duda hay que ser muy empeñosa para poder soportar más de dos meses viajando, recorriendo 5 mil kilómetros, muchas veces a pie, con temperaturas que no bajan de los 35 grados, con lo justo para comer (casi siempre pollo, atún en tarro, arroz y papas), con poca agua y escasa bencina. Ni hablar de un hotel, pieza y menos baño privado. En estos viajes se duerme en la calle, bajo un árbol y si se tiene mucha suerte, sobre el techo de una casa. Los baños sencillamente no existen. Susana –una mujer de contextura menuda y frágil y poco aficionada a los deportes– explica que es el asombro el que le permite soportar estos viajes tan duros: “Las cosas que uno ve son tan impresionantes, que de verdad se pasa por alto el hecho de tener que bañarse cada tanto y entre cuatro con un solo balde de agua”, admite.
A Luis Fernando Moro, amigo de Susana de toda una vida, todavía le cuesta creer que “la Chica”, como le dice, sea capaz de hacer estos viajes tan sacrificados. Precisamente por eso la admira. “Es muy libre, muy curiosa, muy valiente y matea. Es una mujer muy activa, que se involucra a fondo en lo que le gusta”.
El contacto con las diferentes etnias, sus ritos, patrimonio, tradiciones y compartir con ellos sus ceremonias es lo que más conmueve a esta mujer. Admite que ella y el grupo tuvieron que aprender a comportarse y suavizar sus modales. “Al principio llegábamos hablando fuerte y sacando fotos, lo que no era bien recibido en algunas tribus. Recuerdo que el chofer, que también hacía de intérprete, nos repetía: ‘Dulcemente, dulcemente’”. Y agrega: “Muchas veces nos pasó que cuando aparecíamos, los niños se espantaban. ¡Era lo mismo que estar frente al cuco! Nunca habían visto a un blanco”.
El asombro la ha llevado lejos. Recuerda que en una oportunidad, estaba junto a Gregorio buscando en internet el próximo destino y se les vino Yemen a la mente. Escribieron la palabra y lo primero que apareció fue: “Recomendamos no viajar a este lugar”. “Obviamente más ganas nos dieron de partir”, comenta entre risas. Pero la verdad es que el viaje no fue chacota. El gobierno local les puso una camioneta, la cual estaba habilitada con una metralleta en la parte de atrás y a cargo de 6 militares que los custodiaron durante los dos meses que duró el viaje. Era una época de frecuentes secuestros en el país. Ella nunca tuvo susto y el único recuerdo que guarda es su fabulosa arquitectura, su belleza homogénea, sus símbolos, colores, paisajes y gente.
En total fueron cinco viajes a Africa, además de otros a China, Cambodia, Egipto, Tailandia y varios más. Quince años de experiencias donde aprendió desde cómo hacer bien la maleta (“hay que prepararla un mes antes, a la semana de partir hay que sacar la mitad de las cosas y un día antes, el 50% restante”), hasta clasificar lo imprescindible: un buen par de zapatos, sombrero y una máquina de fotos; para dormir, una sábana y una colchoneta plegable; y para mandar todos los tesoros que van encontrando en el camino de vuelta a Chile, cartón y plástico protector. “Ese con globitos”, especifica.
En señal de gratitud
Y envueltos en “plástico con globitos” muchos de esos tesoros llegaron a Los Choros, un pueblo ubicado a 94 kilómetros de La Serena donde sus 250 habitantes, la mayoría adultos mayores, viven al ritmo de profundas tradiciones y una riqueza natural muy particular cortejada por el desierto florido, los delfines, ballenas, pingüinos y guanacos. Justamente aquí, el lugar de su juventud, el lugar que la conquistó a los 25 años y donde pasó grandes momentos junto a su familia, Susana decidió instalar el primer museo de arte africano en Chile.
La exposición fue inaugurada hace poco más de un mes y con ella siente que de alguna manera ha podido devolverle a la comunidad lo mucho que ésta le ha dado. Sus dos hijos restauraron la casa de adobe que acoge la muestra y otros cinco profesionales de la oficina SUMO, entre ellos arquitectos, diseñadores e iluminadores, trabajaron para darle una identidad gráfica y espacial a los 50 m2 que constituyen el Museo Barrioalegre. Aquí máscaras, objetos, instrumentos musicales y joyas africanas, entre otras, figuran como un gesto con el que Susana congrega todas sus pasiones. “Aquí confluyen mi familia, mis amigos, el arte, la ciencia, esta tierra, su gente y mis inolvidables viajes”.