100 años de encanto

Esta es la historia de una transformación de adentro hacia fuera. La casa tiene mas de un siglo de antigüedad y sus dueños decidieron conservar su diseño y materiales originales pero darle una nueva vida. La descascararon, abrieron espacios y la decoraron solo con objetos de la zona. Así se transformo en una casa acogedora, autentica y llena de luz.

En Quemchi es conocida como la casa de la colina, pero no siempre fue celeste ni se vio como se ve ahora. “Era una casa blanca y muy antigua, de más de 100 años, con todo lo que el paso de ese tiempo significa”, cuenta Michele Dilhan. Cuando su marido, Aníbal Correa, compró el terreno el 2010, lo hicieron con la idea de construir una casa nueva. Pero luego el matrimonio se preguntó ¿y si la arreglamos y vemos qué pasa? Ordenaron y limpiaron. Descubrieron que detrás de los muros recubiertos de cholguán y bajo el linóleo del piso había excelentes maderas.

Michele trabaja en diseño y decoración: “Vimos qué podíamos hacer sin modificar su arquitectura ni su naturaleza. Empezamos a descascararla por dentro, sacamos los cholguanes, las capas de pintura, el linóleo y nos encontramos con materiales preciosos”. Ante este potencial redescubierto se pusieron manos a la obra: botaron murallas para agrandar el living, ampliaron ventanas y arreglaron la escalera. Manteniendo el mismo diseño, una casa apagada se llenó de luz y espacios amplios. “Hicimos piezas de alojados y así, jugando, empezamos a descubrir esta casa sin mayores pretensiones”.

Construyeron una terraza con vista a la playa y le hicieron un porche en la entrada. Fue un proceso largo y hecho en conjunto con maestros de la zona. “Muchas veces dormimos entre plásticos, casi a la intemperie, cocinando sobre la lavadora. Todo se hizo a pulso e intuitivamente, el jardín lo diseñamos en base a las mismas huellas naturales que ya estaban, entonces no intervinimos mucho. La casa está rodeada de campo, todo verde, las mismas ovejas cortan el pasto y se pasean entre las hortensias”, dice Michele.

En total son seis piezas y ocho camas de alojados. “Nosotros somos tres, nos instalamos acá todo febrero y se llena de amigos y familia. Es mágico”. Por dentro Michele llenó de canastos y tejidos chilotes. “Me preocupé de seguir un colorido, lo que me gusta a mí: bien neutro, a lo más con amarillo y celeste”, dice. En las piezas hay pantallas hechas por tejedores de la isla y en el living muebles hechos con coligües y tapas de corteza por Omar, el cuidador de la casa.

“Tengo unas mesitas laterales que hicimos con un tronco del jardín que se cayó, el librero está hecho con cajones de verduras, el comedor lo hice con un carpintero de la zona, traté de llevar la menor cantidad de cosas desde Santiago. No quería algo de factura industrial pero con carácter campestre, no. Yo quería lo original. Tal cual como están las maderas de hace más de cien años. Es todo bien de ahí”, dice Michele.
“Ahora la gente llega y es como ‘bah, parece que no me voy a ir nunca más’. Es una casa muy genuina, muy cálida, muy espontánea, de espacios vividos”. Y es que sus dueños querían que fuera sobre todo acogedora, que dieran ganas de estar, de descansar, de leer, de cocinar. Y lo lograron: junto a la cocina a leña hay un salmón ahumado por Aníbal y un küchen recién horneado por Michele.

Los dueños de casa dicen que Chiloé te hace volver a lo simple. “Incluso la amistad es desde otro lado. Te convidan a almorzar y a la dueña de casa le tejo a crochet unos tomaollas o llego con un pan amasado envuelto en un paño. Es muy así. Aquí te pones muy creativo, aquí hay una tradición por la manufactura donde hasta a las cosas encontradas le das otro sentido”. Tal como su casa.

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