Durante décadas, el arte y la arquitectura caminaron juntos. Desde los años 60 hasta bien entrados los 70, era común que los proyectos arquitectónicos incluyeran obras de arte como parte integral del diseño. No como un agregado, no como un gesto decorativo, sino como una colaboración esencial desde el primer boceto. Ese cruce fecundo entre disciplinas dio origen a obras memorables: edificios e infraestructuras que no sólo cumplían una función y se sostenían estructuralmente, sino que también eran bellos. Y esa belleza era, muchas veces, el resultado de una integración genuina con el arte.
Uno de los ejemplos más paradigmáticos de esta colaboración es el edificio UNCTAD III, hoy Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM). Concebido como una obra total durante el gobierno de la Unidad Popular, este edificio incorporó desde el inicio un ambicioso programa de integración artística, liderado por el curador Eduardo Martínez Bonati. Pinturas, murales, esculturas, vitrales y textiles fueron diseñados por artistas de renombre como Gracia Barrios, José Balmes, Nemesio Antúnez, Roser Bru, Marta Colvin, Juan Egenau y Sergio Castillo entre muchos otros, en diálogo estrecho con los arquitectos. En el GAM, el arte no adorna: es parte estructural de la experiencia espacial, cultural y política del edificio. Es un manifiesto de lo que significa realmente una colaboración interdisciplinaria con vocación pública.
La Universidad de Concepción también nos deja un legado valioso en este sentido. Su campus es un verdadero museo al aire libre, donde la arquitectura dialoga con obras de arte en una relación armónica, pensada desde el origen. Lo mismo ocurría en varios edificios privados de la ciudad, incluyendo en el friso cinético de Matilde Pérez en el acceso al Apumanque (trasladado el 2010 a la Universidad de Talca). Obras como esas no se instalan, se conciben. Son parte del alma del edificio.
Hoy, lamentablemente, se ha perdido la práctica de integrar arte y arquitectura de manera colaborativa desde el inicio de los proyectos. Si bien existen normativas como la Ley N° 17.236, que obliga a incluir obras de arte en edificaciones públicas, estas suelen licitarse una vez que el edificio ya está construido, dejando fuera al arquitecto del proceso. El resultado es predecible: dos mundos desintegrados que no dialogan entre sí. Un ejemplo reciente es el del nuevo Museo Regional de Atacama. En ese caso, la oficina Max Núñez Arquitectos propuso desde un inicio trabajar junto a un artista para generar una propuesta integrada. Sin embargo, los mandantes optaron por realizar una licitación aparte.
La pérdida no es solo estética, es conceptual. Cuando arte y arquitectura colaboran desde el inicio, la experiencia del espacio cambia profundamente. Se genera una atmósfera única, una obra total —como las concebían en la Bauhaus o los grandes maestros del Movimiento Moderno— donde cada elemento, desde la forma, la luz hasta los materiales, desde los colores hasta detalles como manillas de puertas, está pensado en conjunto. Hoy, en cambio, es común que la obra de arte se «cuelgue» al final, como un gesto simbólico, sin impacto real en la arquitectura.
Existen, por suerte, ejemplos contemporáneos que nos recuerdan el valor de esa integración. El Centro Cultural Ceina, remodelado por Lateral y HVH (Sebastián Baraona, Loreto Figueroa y Hernán Vergara) destaca no sólo por la recuperación del teatro, sino por haber considerado desde el inicio la incorporación del arte como parte del proyecto, integrando el mural Alma Mater del artista Miguel Cosgrove con los mismos colores que se ven a lo largo de todo el proyecto. Otro ejemplo es el de la Iglesia del Sagrado Corazón en el campus San Joaquín de la Universidad Católica, diseñado por Teodoro Fernández con un vitral del artista Eduardo Vilches y la vitralista Cecilia Martner en su fachada que baña de una luz azulada el espacio interior. Esto no es sólo un efecto visual, es una experiencia espiritual, posible gracias a una colaboración estrecha entre disciplinas.
Entonces, ¿por qué no volver a integrar arte y arquitectura? ¿Por qué no exigir, como parte del encargo, que los artistas sean considerados una especialidad más del equipo de diseño, al igual que los ingenieros estructurales o los especialistas en iluminación? Hoy más que nunca, nuestras ciudades necesitan belleza, y esa belleza no puede ser un añadido de último minuto.
En un momento donde muchas inmobiliarias agregan obras de arte para “embellecer” proyectos o como estrategia de marketing, vale la pena recordar que la verdadera integración no se da ex post, sino desde el primer trazo. Y que cuando ocurre, no sólo se beneficia el proyecto, sino también la comunidad que lo habita. Porque no hay mayor aporte a la ciudad que una obra pensada con sentido y con vocación pública.
Volvamos a proyectar obras donde arquitectura y arte no sólo coexistan, sino que se fundan en una sola visión. Porque el arte no es decoración: es estructura de sentido.