Óptica

Y sin embargo, se mueve

Uruguay es un país pequeño pero que hace cosas grandes. Ejemplo de un progresismo político bien llevado y una calma intrínseca tan evidente que resulta contradictorio ver con qué actitud se plantan ante sus rivales en el fútbol. 

Con su arquitectura pasa algo similar: sus mejores arquitectos no figuran en las listas de los grandes ni sus edificios más icónicos son mayormente vistos fuera de sus fronteras. No fueron parte de la primera línea de ese boom de arquitectos latinoamericanos que marcaron —en paralelo a los escritores— un despertar continental en la mitad del siglo XX: Salmona, Duhart, Barragán, Testa y otros. Quizás por ser un país pequeño, hubo menos ruido, pero cuando tienen que gritar, gritan.

El asunto es que ese país en calma, a medio camino entre el puerto bonaerense y el sur brasileño, ha construido su propio relato mediante obras que narran búsquedas, con sentido de originalidad y sello propio. Libertad o muerte, como dice la bandera de los Treinta y Tres Orientales.

Hay que hacer desfilar nombres. Los actuales (Sprechmann, Bacans, Villaamil, Vigliecca, Benech, Lorente, Comerci, Ott, Gualano, Bachetta, Carámbula) y los clásicos (Vilamajó, Cravotto, Siri, Aróztegui, Reyes, Pintos Risso, Sichero, García Pardo, Viera) y los dos que suenan más: Rafael Viñoly, el más reconocido, y Eladio Dieste, que casi queda fuera porque era ingeniero.

De los nombrados destacan Raúl Sichero, autor del edificio Panamericano, obra consular del modernismo latinoamericano, que yergue su hormigón en frente de un Montevideo más bajo que alto, y que presenta ese cruce entre ingeniería y arquitectura, que es sello de la casa. Lo mismo con Leonel Viera y su ondulante Puente de la Barra, ese homenaje a la catenaria que es, quizás, la obra más fotografiada del Uruguay.

Y Eladio Dieste, la excepción misma a la regla de que los ingenieros carecen de sensibilidad. Sus construcciones en ladrillo, especialmente la Parroquia de Cristo Obrero y Nuestra Señora de Lourdes —con sus ladrillos dispuestos en armónica asimetría, techos y muros curvados y en voladizo— es de una profunda delicadeza.

Por último, no se puede obviar a Rafael Viñoly, el más internacional de todos, que de tan internacional caía de cajón que diseñara el Aeropuerto Internacional de Carrasco. Una obra cuya cubierta curvada, como un trazo de cielo en el piso o un destello de luz cuando pasa un avión, es expresión del mix entre la sobriedad y la inventiva de su gente.

Son obras (y nombres) que han construido un relato, más silencioso que el nuestro, seguro, menos visto y, si se quiere, mucho menos global. Más a lo Tolstoi y su idea de la aldea, sin esa idea tan chilena —aunque las comparaciones son injustas— de una nerviosa histeria por destacar sobre el resto y recibir el aplauso cerrado del planeta para validarse aquí, porque el aplauso local es provinciano todavía y lo que importa es el mundo.

Que no se ofendan los uruguayos si alguien les dice que parecen provincia al lado del resto del continente. Al contrario, en tiempos de la desmesura, la pompa y la estridencia, ser provinciano es una virtud. Ese temple que aquí se tuvo y se perdió y que curiosamente nos emparentaba a chilenos, uruguayos, ingleses, suizos y japoneses. Urge no perder ese hilo y seguir adaptando la modernidad en un estilo y ritmo propio, pues eso se parece mucho más a una búsqueda interior, al estar más conectado consigo mismo y su ser propio. Es ser menos severo también, más libre. 

Porque hay algo encantador en eso que Uruguay tiene y los demás no: destaca sin hacer escándalo, no chilla pero se hace oír, es modesto pero tiene personalidad. Su arquitectura igual y en eso le queda bien la frase de Galileo: es un país en donde parece que no pasa nada… y sin embargo, se mueve.

Inspírate en tienda BazarED.cl