Óptica

Ausencias: a 10 años de la muerte de Alberto Cruz Covarrubias y Fernando Castillo Velasco

Dicen que cuando alguien muere, solo muere la carne. Independiente de nuestras creencias, la civilización occidental (si es que existe esa entidad cultural) está más o menos de acuerdo en eso. Para los creyentes, por ejemplo, lo que trasciende es el alma y el abandono del cuerpo solo se circunscribe a un dolor por extrañamiento, mientras lo demás permanece en algún lugar. Para los no creyentes, por el contrario, lo que persiste es el legado, la memoria, todo aquello que quien muere deja impreso en los que le sobreviven.

Pero hay también quien podría decir, con no poca razón, que las ideas mueren también con quien las porta. O al menos su versión sin aditivos, sin las tergiversaciones obvias que supone la transmisión del boca en boca, como en el juego del teléfono. Porque tampoco es puro el legado cuando cae en manos de malos herederos. Está claro que si Jesucristo, a 1990 años de morir, supiera todo lo que se ha hecho, dicho y justificado en su nombre, preferiría volver a la cruz.

Así entonces, hace 10 años y con pocas semanas de diferencia, murieron con sus portadores algunas de las ideas más lúcidas que se han visto en el corto, pero contundente concierto de la arquitectura nacional del siglo XX; dos frutos de un árbol generoso, que dejó en estas ramas un pensamiento innovador para su época y conectado con el ethos de su tiempo. 

Contemporáneos en casi todo, Alberto Cruz Covarrubias (1917-2013) y Fernando Castillo Velasco (1918-2013) vivieron, desarrollaron sus carreras y se convirtieron en fundamentales al mismo tiempo. Cruz nació un año antes que Castillo y murió dos meses después: es curioso pensar que, para Castillo Velasco, Alberto Cruz siempre estuvo vivo. 

Cruz ingresó a la Pontificia Universidad Católica en 1934, Castillo en 1937. Cruz egresó en el 39, Castillo en el 47, solo porque postergó su título. Cruz era silencioso y observador. Castillo, un hombre de acción. Dos personalidades disímiles, pero cuyo punto de encuentro era la admiración por los valores del Movimiento Moderno y la ruptura definitiva de los viejos paradigmas en la arquitectura. Ese impulso vanguardista que entraba a Chile a cuentagotas desde Europa fue para ambos un descubrimiento a la vez que una interpelación, que probablemente torció en ellos ese algo que los hizo pensar en esta disciplina como una forma de vida. 

Junto a Alberto Piwonka, Alberto Cruz llevó adelante en la PUC un taller que replanteó, desde la experimentación con la luz y la forma, todos los conceptos de espacio en arquitectura. El ‘curso del espacio’ hablaba de él sin construirlo, más desde el vacío anterior a lo que se construye, como el silencio que antecede a una primera nota. Mientras tanto, Fernando Castillo Velasco ya entraba en la esfera pública asociándose con sus ex compañeros Carlos Bresciani, Héctor Valdés y Carlos García Huidobro en la firma BVCH, que en poco tiempo –y con el impulso de los tiempos– levantó varias de las obras de carácter social más relevantes de Santiago de mitad del siglo XX, como las Torres de Tajamar y la Unidad Vecinal Portales.

Cruz partió a Valparaíso y en pocos años refundó (junto con un grupo de arquitectos, escultores y poetas) la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (1952), fue parte de la Primera Travesía de Amereida (1965), e impulsó la creación de la Ciudad Abierta de Ritoque (1970). Todas experiencias que venían a instalar la idea de que la arquitectura es una trenza entre vida, trabajo y estudio.  Castillo Velasco, por su parte, acometió otras tres tareas que enfrentó con la altura de la que era digno: fue nombrado alcalde de La Reina (1964), se convirtió en el primer académico que asumió como rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile (1967) y debió partir al exilio poco tiempo después del golpe de Estado.

En ese estado de aparente silencio, uno en la universidad y otro en el exilio, ambos fueron reconocidos con el Premio Nacional de Arquitectura. Cruz en 1975; Castillo en 1983. A partir de entonces, el porvenir les traería a ambos el espacio y el reconocimiento merecido. 

Desde aquellos días de acción creativa fervorosa, Cruz estableció un modo de pensar para los arquitectos, amparado en la poética como una respuesta ante la total incerteza y la responsabilidad de crear nuestro mundo. El reconocernos como partes del misterio irresoluto que significa estar vivos y en la infinita posibilidad que ese sencillo hecho despliega. No hubo ni hay otro como él y hoy su palabra sigue siendo una fundación sólida que el mar no templa.

Castillo va a seguir pensando en lo comunitario, pero con un cambio de escala. Su idea de la ‘quinta’ es la traducción medida de lo que fueron sus unidades vecinales o el proyecto para la Villa La Reina. El espacio íntimo sometido al espacio compartido, en el entendido de que somos seres gregarios y nos necesitamos los unos a los otros para garantizar el éxito de esta empresa colectiva que se llama vida.

En ese afán, ambos se mantuvieron hasta sus respectivos adioses en 2013: diez largos años.

Ninguno dejó nunca de ser sí mismo, ni el tiempo ni la circunstancia que lo atraviesa mermó la impronta creativa de ambos, que supieron ver que la arquitectura es, en cierta medida, un agente de transformación, ya sea desde lo intelectual y la cosmovisión de un grupo humano, o lo social, cruzado con las exigencias que impone un tiempo determinado. Ese es un hecho intransable, que los actualiza y los trae a tiempo presente, en un mundo que se hace hoy otras preguntas, pero que sigue en la búsqueda de un algo donde asirse. Una utopía, quizás, algo que nos mantenga andando.

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