La pandemia por Covid-19 que vivimos desde inicios del 2020 ha implicado una serie de desafíos tanto para el Estado como para la sociedad y las propias personas.
Enfrentar cuarentenas prolongadas, los cambios en la rutina escolar de niños, niñas, adolescentes y universitarios, reorganizar las rutinas laborales para ahora teletrabajar y el hecho de tener que convivir con la incertidumbre que provoca una enfermedad desconocida son hechos que afectaron nuestra cotidianeidad y que pusieron en el tapete a la salud mental.
Si bien la salud mental siempre ha estado presente, nunca se había abordado desde una perspectiva que no considerara el diagnóstico. Es decir, estamos acostumbrados a que los problemas asociados a la salud mental son enfermedades como la depresión, la esquizofrenia, el trastorno bipolar, la crisis de pánico, por mencionar algunas. Y estas son todas patologías que tienen un diagnóstico, las personas consultan a un profesional y éste les da una serie de herramientas (desde manejo emocional hasta medicamentos) para hacer frente a esta condición.
Sin embargo, el Covid-19 y las medidas implementadas para controlarlo provocaron en las personas una serie de síntomas, muchas veces aislados, que hicieron que la salud mental se viera afectada. Así, personas que nunca han consultado a un profesional experimentaron insomnio, estrés, angustia, dificultad para controlar sus emociones, cansancio extremo, entre otros. La presencia de estos síntomas las llevó a percibir su salud mental de peor manera y a tener un menor nivel de bienestar.
La Organización Mundial de la Salud define salud mental como “un estado de bienestar en el que el individuo se da cuenta de sus propias capacidades, puede hacer frente a las tensiones normales de vida, puede trabajar productiva y fructíferamente y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”.
La definición incorpora el concepto de bienestar que tiene dimensiones objetivas y subjetivas y, es en este punto, donde la cultura juega un rol fundamental. Garantizar el acceso a la cultura, no solo a manifestaciones artísticas como pudiera ser ir al teatro, al cine o a un museo, es fundamental para que las personas puedan encontrar espacios de recreación que les generen sensaciones placenteras, de bienestar.
El que las personas, por ejemplo, puedan recorrer el Parque Isidora Cousiño en Lota, Región del Biobío, y conocer especies vegetales que fueron traídas a Chile hace cientos de años y además la historia asociada al lugar y a la familia Cousiño es de vital importancia para que los lotinos se identifiquen y se reconozcan como tales. Que los niños y niñas de Tierra Amarilla, Región de Atacama, puedan identificar sus tradiciones y hacerlas propias, permite que éstas no se pierdan y que los niños y niñas se sientan parte de una historia particular y única. Genera sentido de pertenencia.
De la misma manera, el que las personas de la Villa Queronque de Limache se unan para pintar un mural comunitario es una acción cultural que impacta positivamente en su calidad de vida: no solo permitió generar nuevos lazos entre la propia comunidad, sino también generó una acción colectiva que permitió recuperar espacios públicos y llenar de color los muros de la villa.
Invitar a las personas a buscar fotografías antiguas de determinada comuna no solo permite construir un álbum comunal, permite recordar, rescatar historias, tradiciones, traspasar a través del relato a las nuevas generaciones las propias vivencias y destacar la propia historia.
La gestión cultural es una herramienta para contribuir al bienestar de las personas, es una herramienta que nos permite cuidar nuestra salud mental y en este caso eso de que menos es más, no corre. Mientras más personas puedan acceder a la cultura en sus distintas dimensiones, mejor será la salud mental.