Arte

Viaje interno

Durante todo enero, Gonzalo Landea tendrá dos muestras simultáneas en Cachagua. La exposición exhibe varios años del trabajo de este pintor, que se crió en una familia de grandes artistas y hace tiempo vive en Catapilco. «No necesito viajar para inspirarme», dice.

Para definir una obra maestra, cuenta el pintor chileno Gonzalo Landea, los grandes intelectuales se reunieron en la época del Renacimiento y establecieron tres criterios básicos: tiene que ser rara, original; tiene que parecer que fue hecha con facilidad, que no hubo un mayor esfuerzo; y tiene que estar bien compuesta. “Mi exposición al menos es rara”, dice el artista con risa cuando habla de las muestras simultáneas que estará exhibiendo en el Club Ecuestre de Cachagua y en La Galería, también de Cachagua, durante enero. Vive en la zona hace más de 20 años y de ahí mismo saca las más fascinantes ideas para hacer sus dibujos y pinturas. “Inevitablemente uno pinta un poco donde vive”, cuenta cuando habla de su casa antigua, de adobe, rodeada de dedales de oro y con un estero, en Catapilco. El lugar tiene un misterio especial, no es una casa cualquiera. Con antiguos postigos, en ella está su taller, un espacio en el que el artista echa a volar la imaginación. Todos le dicen que viaje, que conozca otros lugares para buscar inspiración. Pero, aunque vive con su familia, se reconoce más ermitaño y se identifica con los dichos del pintor surrealista Rene Magritte, que decía que él, donde mejor viajaba era en su taller. Por eso mismo, su muestra es una expresión más bien mental.

La exposición Variación de órbitas se compone de 15 dibujos de tamaño estándar y otras nueve pinturas de gran formato. Casi como por esas cosas del destino, un problema pulmonar lo obligó a dejar el óleo de lado y hacer muchas de estas pinturas en acrílico. El tema de la exposición es amplio y en ella abundan los símbolos de la eternidad. Suena vago, dice el pintor, pero agrega que es una muestra completa que abarca desde el agua hasta algunas cruces chamánicas.

A través de los años los temas que trata no han cambiado mucho. Pero sí la fluidez con la que los aborda. Para él, el avance en su carrera artística tiene que ver con esto, con no trabarse a la hora de hacer un cuadro, con que cada vez se note menos esfuerzo en la obra.

Inquieto, Gonzalo sintió la conexión con el arte desde muy chico. Su casa siempre fue de artistas. Lo tiene en la sangre, su abuelo era el reconocido pintor Pablo Burchard (algunos lo llaman el padre del arte moderno en Chile) y su madre, la también pintora Cuca Burchard. El colegio lo impulsó todavía más en esta dirección. Pero no por incentivo, sino que por negación. “Como los papás no pueden achuntarle a todo, no le achuntaron con los colegios ingleses a los que nos mandaron”, cuenta. Fue al Craighouse, demasiado estructurado para su personalidad. Cuando le pregunto qué lo define como artista, dice que es justamente eso, el haber sido intranquilo, disperso, casi hiperkinético. Con grandes pintores como modelo, uno se imagina que la carga familiar debe ser pesada. Ambos extraordinarios, pero con estilos muy distintos, seguro deben haber tenido una influencia fuerte en el trabajo de Landea, quien dice, se demoró un tiempo en darse cuenta de lo buenos que eran. Aunque de ellos ve reflejado en su trabajo el manejo y búsqueda de la luz, Gonzalo ha logrado construir una estampa propia. “El sello personal es como inevitable… Son cosas que uno no entiende mucho, sólo las hace”, dice.

De pintura aprendió en la Real Academia de San Fernando en Madrid, donde vivió cuatro años con su familia. En Chile, le enseñó Miguel Venegas, que también fue maestro de Matta y Claudio Bravo. Y el resto ha sido un camino que ha formado él mismo.

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